De cerca

Cada rostro es una historia. Cuando paseo por El Ajusco observo decenas de personas que despiertan mi curiosidad sobre su pasado, su presente, sus percepciones, su manera de enfrentar la vida. Cierto, como decíamos, que las estructuras espaciales son habitadas por gente que carga consigo sus estructuras simbólicas, desde donde se apropian del lugar y lo reinventan.

Como sociólogo, sé que cada gesto, forma de vestir, anillo, tatuaje, corte de cabello, sombrero, playera, en fin, todo lo que llevamos encima y que es de fácil observación, denota un dispositivo de sentido propio. Lo que observamos me lo enseñó Jean Pierre Hiernaux: es una manifestación que da rastros de un contenido mayor, anclado en la mente de las personas, que hace que elijan un determinado tipo de ropa, usen un gesto y no otro, caminen de una determinada manera (Hiernaux, 2008: 68-69.

El Ajusco, lo hemos señalado con anterioridad, está compuesto por una población urbana popular que tiene una historia de migración interna en el transcurso de los años setenta, pero que en la actualidad se mueve con destreza en el ámbito urbano, utilizando los códigos propios de la ciudad. Ahí todo se entremezcla: la tradición rural dialoga con la estética citadina; los usos y costumbres del pasado se reinventan en el presente.

Me detengo en la foto de un varón de unos 50 años. Es una fiesta popular de origen rural, por eso trae todos los atuendos propios del campo: sombrero, camisa a cuadros, pantalón de mezclilla, cinturón con inscripciones de caballos y botas. Muy cerca, un joven que bien podría ser su nieto, está en la misma fiesta pero se viste diferente: tiene una playera blanca apretada, tenis, aretes en el oído y la nariz, y los cabellos levantados por delante con una franja teñida en la nuca que se desliza hasta el cuello.

En otra imagen, me llama la atención el cuidadoso arreglo de una mujer, de unos 60 años, que tiene varios collares de joyería barata, aretes largos y dorados, lentes oscuros con marco blanco, un sombrero del mismo color, una mantilla bordada y un abanico entre sus manos cuyas uñas están pintadas de rojo. Es uno de los retratos de la estética urbana popular.

En el interior de un hogar, me encuentro con dos hermanas inolvidables. En su modesta sala, un altar con una decena de imágenes, velas y flores, comparte la esquina con la televisión encendida que transmite una novela. La mujer, sentada en su sillón, es custodiada por una pared que tiene tres cuadros fotográficos. El primero es la foto de los padres, en cuyo marco se incrustaron imágenes familiares más recientes. El segundo es un retrato familiar con la presencia de todos los miembros. El último, el más grande y ubicado en la posición más vistosa, es un collage con puras fotos de su padre, quien falleció hace algunos años. Cada una de las imágenes pequeñas es un retrato de una etapa de su vida. Ese recordatorio fue construido por la hija antes de la muerte de su progenitor.

Pero también está el oficinista, la abuela que sale a tomar el sol, el médico naturista que resguarda su local, el artesano, el carpintero, la niña con su bicicleta, el mariachi marchando a su trabajo, la familia en tarde de domingo. Rostros inagotables de las miles de historias que suceden en ese territorio.

Publicado originalmente en «Ver y creer», 2012.

La llegada

Luego de meses, casi años, de planificación, llega el día del viaje a Nueva York. Las emociones se aceleran. La última vez que estuve ahí fue hace más de dos décadas, cuando empezaba un ciclo especial en mi vida. Esa ciudad significaba mucho, era como una ventana por la que podía observar un estimulante porvenir. Estaba a media carrera de sociología, descubría tanto mi cuerpo como el saber, pasaba del cine a la lectura, de la clase al concierto, de la protesta a la espiritualidad. Y Nueva York concretizó muchas cosas, me compré mi primera cámara fotográfica, vi Cats, conocí museos y calles, y tantos íconos que entonces cobraban mucho sentido.

Pero hoy vuelvo en otro momento. Expectativas, pero de otra naturaleza. Serán doce meses viviendo en la ciudad, un año sabático, tiempo ideal para mirarse en el espejo, dejar que el pasado haga lo suyo, y que nuevas luces iluminen el futuro. Tiempo para recogerse. Será un tiempo de observación intensa, de escritura cotidiana, de reflexión sostenida, de lecturas permanentes. Dicen que los mayas cuentan sus años vividos cada dos décadas acumuladas; así, en este viaje en el que ya tengo más de cuarenta, estoy en el tercer período de mi vida, con anhelos renovados y la mirada puesta en múltiples direcciones.

Llega el día del aeropuerto. Iré yo solo sin la familia por unos días, tengo una misión: conseguir departamento para que unas semanas más adelante todos tengamos dónde llegar. Compré el pasaje con saludable distancia respecto del día del vuelo. Escogí el más barato, pero al querer emitir el pase de abordaje me di cuenta que no leí la famosa letra chica. Por las condiciones de la compra, sólo tengo derecho a equipaje de mano, por cada maleta extra tendré que pagar 25 dólares. Cuando estaba frente a la computadora intentando escoger un asiento, caí en cuenta que ya estaba asignado, el derecho de elegir o cambiar significaba 59 dólares. El vuelo durará cuatro horas y media hasta Charlotte, en el avión no me ofrecerán comida, me la venderán. En suma, todo indica que la billetera estará a la orden.

Como decía, tengo la difícil tarea de conseguir departamento en siete días. Traigo una lista que hizo mi esposa con los posibles lugares de vivienda. Varias alternativas: Harlem, Brooklyn, Bronx. Diferentes modalidades: amueblado, semi amueblado, vacío. Múltiples precios. Habrá que ver cómo consigo un espacio decente en un lugar que casi no conozco y en un tiempo tan limitado. Lo impresionante es que por el internet hemos tenido la posibilidad de ver barrios, calles, edificios, cuartos, cocinas y cantidad de informaciones que hacen que la ciudad no se me haga especialmente ajena. Entre medio, tengo que dar una conferencia sobre la diversidad religiosa en México.

Cuando llego a Charlotte, entiendo la lógica alimenticia del viaje. Si bien el avión no ofrece comida, en el aeropuerto abundan los locales de todo tipo y precio. Hasta ahí los olores pasan relativamente desapercibidos, pero al interior de la cabina –ahora rumbo a La Guardia, en Nueva York– todo se concentra. Alguien come pizza, otro hamburguesa, uno más saca de una bolsa blanca de plástico una ensalada que la prepara con vinagreta. Las fragancias se mezclan y hacen lo suyo con los poco previsores como yo que no compramos nada. La homogeneidad del consumo está en el café: todos lo compraron en Starbucks. Mientras estoy sentado empiezan a pasar los otros pasajeros. La diversidad es asombrosa; asiáticos, europeos, estadounidenses, árabes, negros, y por supuesto latinos. No me cabe duda, si hay un país multicultural, es Estados Unidos.

La travesía de la búsqueda de departamento fue una épica batalla contra el tiempo y las circunstancias adversas. Probé todos los caminos: llamar a los teléfonos que salían en la página web de Craiglist –moderna forma de venta donde se encuentra desde casas hasta patinetas–, preguntar a los amigos, salir a caminar buscando letreros de renta, mirar en el periódico, poner anuncio en Facebook, etc. Descubrí la historia de los brockers –que en realidad son intermediarios entre el dueño y el cliente– quienes ganan una fortuna por su trabajo. De algo sirvió haberme contactado con uno de ellos, pues me acompañó a pasear por una serie de departamentos en lugares a los cuales nunca hubiera llegado solo.

En el camino me contó algunas cosas interesantes: dijo que en esta ciudad más del 70% de la gente vive en casa rentada, por lo que el mercado inmobiliario es tremendamente dinámico; ante mi pregunta sobre cómo y por qué él hacía este trabajo, me dijo que estudió durante cuatro años diseño y artes, pero como no tenía beca y la universidad es carísima, tuvo que endeudarse, por lo que las próximas décadas estará pagando sus estudios trabajando en algo para lo cual no estudió, pero que le genere lo suficiente para salir de su deuda. El modelito de enseñanza se me hace conocido, lo he escuchado en múltiples voces siempre neoliberales –por eso defiendo tercamente la universidad pública y gratuita–.

Pero por más interesante que sea la charla, su mediación para el alquiler subía mi presupuesto a los cielos. Fui a la Universidad a buscar ayuda sin mucho éxito, continué preguntando a los amigos, seguí caminando calles neoyorkinas fijándome en todo cartel que parecía decir algo sobre la renta, pero nada. Al borde de la desesperación, unas horas antes de que saliera mi vuelo de vuelta con las manos vacías, apareció en el internet alguien que por desplazamiento sabático rentaba su departamento cerca del metro y de la Universidad de Columbia; lo daba amoblado. Ideal para mis necesidades.

Lo contacté inmediatamente, resultó ser un antropólogo progresista que conocía México y que incluso había estado en Nicaragua en los años de la Revolución Sandinista (varios afiches colgados en sus paredes lo delataban). El trato fue directo, sin intermediarios, con una sensación de haber encontrado no solo un lugar donde vivir sino alguien afín en esta ciudad de millones de personas diferentes. Fue como meter gol en el último minuto del partido. Sí, cosas del destino.

Lo extraño fue la confianza con la cual sellamos el trato: lo visité en su departamento, charlamos alrededor de 15 minutos, le di un depósito de 2.400 dólares en efectivo. Le entregué un par de cartas profesionales mías (fotocopia de mi constancia de trabajo e ingresos, mi invitación en Columbia y mi pasaporte), él me firmó un recibo en una hoja de cuaderno y le tomé foto a su licencia de conducir vencida. Todo el intercambio fue con base en la palabra, la suya y la mía. Completamente distinta la relación con mi casero en México que me pidió un garante, varias referencias profesionales y personales y firmamos un contrato en una oficina de abogados.

Ya me habían dicho que buena parte de las relaciones en Nueva York reposan en lo verbal y la confianza y no en la papelería firmada, herencia colonial latinoamericana. Ya tengo departamento, podemos iniciar esta aventura del año sabático.

Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York», 2015.

En la pesera

Diariamente tomo una pesera -que se escribe con “s” porque al principio el viaje costaba un peso- en el recorrido de mi casa en Coyoacán a la Ciudad Universitaria en México. En el camino, mato el tiempo entre la lectura del periódico y la observación del comportamiento de los demás; finalmente, sigo siendo sociólogo (y recuerdo a Marc Augé cuando escribía Un etnólogo en el metro).
Tres escenas me atrapan:

  • Una mujer sentada a mi lado saca de su cartera una pequeña bolsa de cosméticos. Los abre cuidadosamente y empieza la sesión de decorado. Como sucede en estos casos, va paso a paso, utilizando con especial maestría cada uno de los instrumentos y dominando el movimiento del agitado transporte. Todo con el objetivo de embellecerse, resultado claramente conseguido al llegar a su destino.
  • Un joven muy bien acomodado en dos asientos, saca de su mochila un cortaúñas y procede, también controlando el tambaleo de la pesera, a recortarse cada uña (por suerte de las manos solamente). El sonido que acompaña a este natural acto se escucha muy a pesar de la música impuesta por el conductor.
  • Un oficinista, vestido con traje y corbata, contesta su bullicioso celular y nos invita a todos a participar de lo que podría ser una reunión de trabajo. Hablando fuerte da órdenes con respecto a su proyecto, estrategias, actividades para el día, etc.

Ninguno de los comportamientos me molesta particularmente, los observo con curiosidad científica, pero me pregunto hace cuánto que el espacio público se ha convertido en un lugar para hacer cosas que estaban reservadas a la privacidad. Y me preocupa pensar hasta dónde llegaremos. ¿Cuál el límite para compartir con los demás en esos lugares? ¿Será que la urbanidad nos ha convertido en seres brutalmente anónimos que ya no tenemos sentido del ridículo? Vaya a saber.

Publicado originalmente en «Hacer sociología sin darse cuenta» (2018).

París, un pueblo bicicletero

Pocas noticias positivas leemos en estos tiempos. Va una de ellas. Luego de un largo encierro de 55 días, unas semanas atrás París empezó a retomar su alegría. Teniendo en cuenta que el contagio del Covid es más fácil en espacios cerrados, la alcaldesa Anne Hidalgo decidió dar un impulso mayor al uso de la bicicleta como medio de transporte masivo.

No es nuevo, desde que asumió las riendas de la ciudad el 2014, una de sus intenciones fue cambiar el principio del desplazamiento urbano. La idea era que para movilizarse cotidianamente no se debía invertir más de 20 minutos. La bicicleta estuvo en el centro de esa propuesta.

Se implementó una serie de ciclovías y se creó un sistema de renta de bicis muy amplio que permitía llegar a destino sin mucho inconveniente. Surgieron dudas, desde quienes reivindican el coche como el medio más cómodo, hasta los que consideran que en bici se pierde la elegancia o simplemente no es útil en el invierno. Pero el programa siguió con éxito.

Luego de lo peor del confinamiento, los primeros días de la reapertura de la vida pública, Hidalgo relanzó su ambicioso programa para desplazarse pedaleando. Improvisó calles, habilitó rutas nuevas, impulsó talleres y centros de reparación. El impacto fue notable, se dice que el uso de bicis creció un 30%, y en las tiendas desaparecieron rápidamente: se vendieron como pan caliente.

Actualmente hay bulevares enteros dedicados sólo a la bicicleta, en las ciclovías hay centenas de ciclistas y es común encontrarse con filas en los semáforos -exclusivos, claro- antes de que se pongan en verde.

La llegada de la bicicleta como transporte cotidiano en la ciudad ha sido un largo proceso. Hay muchas historias que cuentan cómo la tarea no fue fácil, los pioneros tuvieron que lidiar con una serie de dificultades que iban desde la intolerancia de los conductores de autos, hasta la falta de rutas adecuadas. Pero poco a poco la bici fue pasando de ser un objeto de diversión y paseo, a un medio de desplazamiento rápido, eficaz, saludable y no contaminante. El proceso fue de la mano del ascenso de la conciencia ecológica que se expresa en lo político, lo económico y lo social de distintas maneras.

La experiencia parisina deja muchas enseñanzas. No faltan quienes argumentarán que la particularidad de las ciudades impide su uso: que en La Paz hay muchas subidas, que la Ciudad de México es demasiado grande y la gente conduce muy mal. Por mi parte no tengo duda que, con imaginación y voluntad, todos los inconvenientes bien podrían ser salvados. En estos tiempos tenebrosos donde hay que buscar salidas por todo lado, la bicicleta parece otorgar una de las mejores opciones.

Anne Hidalgo repite en sus participaciones públicas que lo que ella hace es escuchar y canalizar la voluntad de los parisinos. Bello momento, la ciudad luz ahora es ciclista.

Publicado en El Deber el 28 de julio del 2020. 

Desde mi ventana

Hace años vi una exposición de fotografías que se llamaba simplemente “París desde mi ventana”. Y era eso. El registro de un habitante de la magnífica ciudad que tomó fotos de su entorno. Georges Perec decía con tino que hay que interrogar, leer los espacios, y sus fabulosos libros recogen detenidas observaciones de sus vecinos.

Durante un año, entre el 2020 y el 2021, viví en el edificio Diana, en la Av. 6 de Agosto, cerca del monoblock de la Universidad Mayor de San Andrés. Fue una temporada muy especial porque volvía al país luego de varias décadas y me acogió un ámbito familiar. En ese mismo lugar había pasado días de mi infancia, pues mi abuela tenía un departamento en el que nos recibía con cariño. Ahora, me tocó estar en medio de la pandemia, las temerosas olas de la enfermedad, el encierro, los cubrebocas y el alcohol por todo lado.  

En esos meses, sin moverme de mi hogar, curioseando por cada uno de mis ventanales, pude ver desfilar al país en sus distintos rostros y fotografié lo que más llamaba mi atención.

Una tarde muy tranquila, las sirenas quebraron el silencio anunciando la llegada pomposa de las primeras vacunas. Las marchas fueron cosa de todos los días, con petardos que estallaban exactamente a la altura de mi dormitorio y aterrorizaban a mi perra; vi pasar a todo tipo de marchistas, a menudo con dirección al Ministerio de Educación. También vi a masistas que golpeaban con palos y wiphalas a quienes protestaban con banderas bolivianas, y me encontré con similares aguerridos militantes que agredían las instalaciones de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos. 

En el atrio de la UMSA, donde de joven participé en múltiples movilizaciones, vi ferias de todo tipo, la vacunación masiva, una performance con gente de overoles rojos y máscaras, disfrazados como los personajes de la serie La casa de papel, y simpáticas cebritas en fila. Todo atestiguado por el mural desgastado del Che.

Vi oficios callejeros: el lustrabotas, la vendedora, el funcionario municipal borrando los graffitis de Mujeres Creando. No faltaron los accidentes, como el de  aquel auto que se subió a la acera destrozando la jardinera de la entrada —por suerte no se topó con el lustrabotas que trabaja en esa esquina—, o el que cayó en el túnel de la avenida Arce al salir de la calle Goitia.

Como tengo un buen teleobjetivo, pude observar los interiores de departamentos vecinos, o las típicas frazadas impresas con tigres colgando al sol. Y, por supuesto, el paisaje urbano, los atardeceres anaranjados, las nubes dibujadas, la retirada del sol que deja sus últimos rayos en Villa San Antonio mientras los foquitos empiezan a encenderse.

En suma, disfruté de los “privilegios de la vista” —decía Octavio Paz— que nos regala esta ciudad multifacética.

Publicado originalmente en Revista Rascacielos (11-12-2021)