Banksy en la ciudad de las sorpresas

Unas semanas antes, me entero leyendo La Jornada de que el “artista de la calle” Banksy estará en Nueva York en octubre del 2013. De acuerdo a su trasgresor estilo, se trata de hacer grafitis o instalaciones sorpresivamente, dejando un contundente mensaje sin rastro del autor. Como el subcomandante Marcos en Chiapas, Bansky no firma su obra, oculta su rostro pero todos saben quién es. En algún momento aparece una pared con un dibujo suyo, lo que es reportado al día siguiente por todos los periódicos, desde el prestigioso e influyente New York Times hasta el que regalan en la salida del metro. Con el slogan “Mejor afuera que adentro”, Banksy recorre las mismas calles por las que paseo.
Me entero por su página de internet de una satírica y provocadora iniciativa: en una de las principales calles del Central Park, instala una mesa portátil de plástico al lado de vendedores de imágenes turísticas de Nueva York. En ella, ayudado por mamparas baratas, exhibe una serie de sus cuadros, todos pintados con spray y en blanco y negro. El título que los presenta es simple: “Spray art”. Cada pieza cuesta 60 dólares. Entre las once de la mañana y las tres de la tarde, casi nadie se detiene. A las tres y media, una mujer compra un pequeño cuadro para su hijo negociando el 50% de descuento, lo guarda en una bolsa de mercado. A las cuatro, un turista adquiere dos más. A las cinco y media una persona de Chicago compra cuatro para decorar su cuarto. A las seis de la tarde, se desmonta el negocio con 420 dólares como ganancia del día. En el video de dos minutos que el artista sube a su página, remarca que esa fue una venta especial, no se repetirá.
Las paradojas de la ciudad: a unas cuadras del Museo de Arte Moderno (MoMA), uno de los más importantes en su género en el mundo, Banksy expone su obra en la calle al mismo precio que cualquier cuadro para turistas que abundan en Nueva York. Nadie se detiene, no lo reconocen. El artista, con aerosol en la mano y desde las esquinas, critica así la división entre lo legítimo y lo ilegítimo en el mundo del arte, cuestiona los mecanismos de consagración de una obra que inicia en la calle para luego pasar a la galería con todos los galardones de las instancias oficiales. Y cosas de la ida: ese día estuve cerca –fui a ver a una exposición de Magritte en el MoMA…–, pero para mi descargo, no pasé por el Central Park donde el artista vendía sus cuadros.
Una grata sorpresa llega días más tarde. Mi esposa me dice que vio un grafiti de Banksy en una calle cerca de la casa, me entero que lo pintó el día anterior. Quiero salir pero ya es de noche, tengo que esperar a que amanezca. Dejando a mis hijas en la escuela, voy a Broadway y la calle 79, y ahí está. Se trata de un juego –como siempre en él– entre lo que hay y lo que añade: La pared es de ladrillo blanco y tiene una pila roja de agua para incendios (como hay miles en la ciudad). Arriba una serie de anuncios sobre su cuidado e importancia para el cuerpo de bomberos; el toque del autor es la silueta negra de un niño que está a punto de golpear la toma con un combo. Me quedo unos minutos observándola y tomándole fotos. Vienen más personas que hacen lo mismo. Ahora sí, todos saben a quién le pertenece. Prácticamente nadie que pasa por esa pared se muestra indiferente. Metros antes de llegar, ya tienen el celular en la mano para una foto. Unos comentan que vieron el video en internet sobre la venta anónima en días pasados en el Central Park y se lamentan no haber estado ahí.
Banksy. Adorable, crítico y creativo. Una deliciosa trasgresión.

Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York» (2015).

La música del subsuelo

La vida subterránea es un tema aparte. Ahí pasa todo, desde un ciego que casi es atropellado por el tren y se salva gracias a su lazarillo –lo que se convierte en noticia mundial– hasta la cotidianidad de un tránsito al trabajo. En el metro sucede lo extraordinario y lo banal a la vez. Todos lo toman y llega a todo lado. Su vida interna, su paisaje, su ruido, su gente, sus mensajes, hacen de ese espacio un universo aparte que, a menudo, no se encuentra con el universo exterior.

Algo que llama la atención en el metro neoyorquino es la música, que es un reflejo de la diversidad de esta sociedad. Es fácil encontrarse tanto con un trío norteño mexicano, como con un hippie cantando Bob Dylan, y en medio las melodías africanas, indias, árabes etc. Ese sector también tiene sus reglas. Están quienes toman la vía libre con nada más que su guitarra en mano lidiando con policías y seguridad. Pero hay quienes van por el camino formal, son evaluados por un exigente jurado que decide si pasarán o no al escenario. Se les asigna un lugar y hora, se les da un apoyo mínimo y se les permite tocar sin ningún impedimento. En la música del metro, se puede apreciar el rostro meritocrático de la sociedad norteamericana.

Los instrumentos

Sólo tengo tres recursos para recorrerte, Nueva York.

Mi cámara, extensión de mi vista, grabadora de mis emociones. Me arrodillo ante la imagen, busco las tomas, me agacho, me pongo de pie, me detengo, me apuro, persigo las formas. No salgo sin ella, la tomo entre mis manos como cuando disfruto del cuerpo de una mujer. Me muevo con las manos llenas, me conmuevo con lo que veo. Aprieto el gatillo y disparo hacia adentro. Capturo. Robo instantes. Me los guardo, me los llevo. Los colecciono, los recreo, los reconstruyo. Ahora todo lo que pasó por mis ojos lo puedo guardar en una pequeña cajita de recuerdos, como un joyero, como esos pequeños muebles de madera con muchos compartimentos donde las mujeres suelen custodiar sus adornos, y a menudo sus misterios. Como un secreter desde donde despego hacia mundos nuevos, abriendo y cerrando cajones que guardan episodios. Ahí están mis fotos.

Camino. Mis pies me llevan lejos, tanto como mi imaginación. Unos zapatos flotando con imágenes al fondo, saltando, caminando, de cuclillas, descansando. Me acompañan –o acaso me conducen- por sendas y senderos, por atajos o por avenidas. Subo, bajo, ando. Busco, encuentro, pierdo, me pierdo, descubro, me sorprendo. Me apropio de cada ruta recorrida.

Y escribo. Adoro la imagen de aquellos escribanos medievales que por el amor a la palabra deformaban su espalda y apagaban su mirada. Vivían para escribir y morían pluma en mano, sobre un escritorio, como en El nombre de la rosa. Y sin embargo, ahí está ella, sentada a los pies del magnífico cuadro, escribiendo en tecnología tan solo unos siglos más tarde. Ahora lo hace en un celular, con el dedo, en la nube. Así salgo a recorrer la ciudad, con mi teclado y mi “tablet”, a buscar sensaciones y cafés donde sentarme para escribirlas.

Nieve

Cuando llega la nieve, desaparecen las aceras. Nadie respeta los semáforos, todos caminan intentando no caerse. Las reglas tan respetadas en días cotidianos parecen perderse entre el amplio manto blanco que lo cubre todo. También los rostros se ocultan, sólo se ven los ojos. Cuando la cara no tiene una chalina, la piel se pone pálida y la nariz roja no deja de chorrear. Habrá que esperar unos meses para que otra vez el cuerpo vuelva a ser expuesto, y que las mujeres enseñen las uñas de los pies recién pintadas.

La nieve tiene varias etapas. En cuanto llega es una delicia verla, lo ocupa todo. Se deja caer hasta en los rincones más recónditos, desde ventanas hasta árboles. Al poco tiempo, la temperatura empieza a subir y todo se convierte en barro, el encanto blanco deviene una sucia alfombra. Luego todo es hielo. Los neoyorquinos están acostumbrados a esos cambios, saben qué ponerse, cómo jugar, cuándo quedarse en casa, apoyados en la información minuciosa ofrecida en la aplicación del celular. Sólo los recién avecinados somos quienes no calibramos lo suficiente el atuendo y, de pronto, nos encontramos cargando la chamarra enorme cuando el frío ya pasó, o, todo lo contrario, sufriendo las temperaturas por no traer una prenda más.

Además, como soy andino, para mí el ciclo de la temperatura es siempre el mismo: amanece frío, hace calor a medio día, y en la noche vuelve el frío. Aquí, el clima es menos rutinario, más caprichoso: que esté haciendo relativo calor a medio día, no implica que unas horas más tarde baje la temperatura. Solo la agencia de meteorología, a través de un mágico mensaje en internet, dirá con certeza la evolución del termómetro. Hay mucho que aprender.

Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York» (2015).

La llegada

Luego de meses, casi años, de planificación, llega el día del viaje a Nueva York. Las emociones se aceleran. La última vez que estuve ahí fue hace más de dos décadas, cuando empezaba un ciclo especial en mi vida. Esa ciudad significaba mucho, era como una ventana por la que podía observar un estimulante porvenir. Estaba a media carrera de sociología, descubría tanto mi cuerpo como el saber, pasaba del cine a la lectura, de la clase al concierto, de la protesta a la espiritualidad. Y Nueva York concretizó muchas cosas, me compré mi primera cámara fotográfica, vi Cats, conocí museos y calles, y tantos íconos que entonces cobraban mucho sentido.

Pero hoy vuelvo en otro momento. Expectativas, pero de otra naturaleza. Serán doce meses viviendo en la ciudad, un año sabático, tiempo ideal para mirarse en el espejo, dejar que el pasado haga lo suyo, y que nuevas luces iluminen el futuro. Tiempo para recogerse. Será un tiempo de observación intensa, de escritura cotidiana, de reflexión sostenida, de lecturas permanentes. Dicen que los mayas cuentan sus años vividos cada dos décadas acumuladas; así, en este viaje en el que ya tengo más de cuarenta, estoy en el tercer período de mi vida, con anhelos renovados y la mirada puesta en múltiples direcciones.

Llega el día del aeropuerto. Iré yo solo sin la familia por unos días, tengo una misión: conseguir departamento para que unas semanas más adelante todos tengamos dónde llegar. Compré el pasaje con saludable distancia respecto del día del vuelo. Escogí el más barato, pero al querer emitir el pase de abordaje me di cuenta que no leí la famosa letra chica. Por las condiciones de la compra, sólo tengo derecho a equipaje de mano, por cada maleta extra tendré que pagar 25 dólares. Cuando estaba frente a la computadora intentando escoger un asiento, caí en cuenta que ya estaba asignado, el derecho de elegir o cambiar significaba 59 dólares. El vuelo durará cuatro horas y media hasta Charlotte, en el avión no me ofrecerán comida, me la venderán. En suma, todo indica que la billetera estará a la orden.

Como decía, tengo la difícil tarea de conseguir departamento en siete días. Traigo una lista que hizo mi esposa con los posibles lugares de vivienda. Varias alternativas: Harlem, Brooklyn, Bronx. Diferentes modalidades: amueblado, semi amueblado, vacío. Múltiples precios. Habrá que ver cómo consigo un espacio decente en un lugar que casi no conozco y en un tiempo tan limitado. Lo impresionante es que por el internet hemos tenido la posibilidad de ver barrios, calles, edificios, cuartos, cocinas y cantidad de informaciones que hacen que la ciudad no se me haga especialmente ajena. Entre medio, tengo que dar una conferencia sobre la diversidad religiosa en México.

Cuando llego a Charlotte, entiendo la lógica alimenticia del viaje. Si bien el avión no ofrece comida, en el aeropuerto abundan los locales de todo tipo y precio. Hasta ahí los olores pasan relativamente desapercibidos, pero al interior de la cabina –ahora rumbo a La Guardia, en Nueva York– todo se concentra. Alguien come pizza, otro hamburguesa, uno más saca de una bolsa blanca de plástico una ensalada que la prepara con vinagreta. Las fragancias se mezclan y hacen lo suyo con los poco previsores como yo que no compramos nada. La homogeneidad del consumo está en el café: todos lo compraron en Starbucks. Mientras estoy sentado empiezan a pasar los otros pasajeros. La diversidad es asombrosa; asiáticos, europeos, estadounidenses, árabes, negros, y por supuesto latinos. No me cabe duda, si hay un país multicultural, es Estados Unidos.

La travesía de la búsqueda de departamento fue una épica batalla contra el tiempo y las circunstancias adversas. Probé todos los caminos: llamar a los teléfonos que salían en la página web de Craiglist –moderna forma de venta donde se encuentra desde casas hasta patinetas–, preguntar a los amigos, salir a caminar buscando letreros de renta, mirar en el periódico, poner anuncio en Facebook, etc. Descubrí la historia de los brockers –que en realidad son intermediarios entre el dueño y el cliente– quienes ganan una fortuna por su trabajo. De algo sirvió haberme contactado con uno de ellos, pues me acompañó a pasear por una serie de departamentos en lugares a los cuales nunca hubiera llegado solo.

En el camino me contó algunas cosas interesantes: dijo que en esta ciudad más del 70% de la gente vive en casa rentada, por lo que el mercado inmobiliario es tremendamente dinámico; ante mi pregunta sobre cómo y por qué él hacía este trabajo, me dijo que estudió durante cuatro años diseño y artes, pero como no tenía beca y la universidad es carísima, tuvo que endeudarse, por lo que las próximas décadas estará pagando sus estudios trabajando en algo para lo cual no estudió, pero que le genere lo suficiente para salir de su deuda. El modelito de enseñanza se me hace conocido, lo he escuchado en múltiples voces siempre neoliberales –por eso defiendo tercamente la universidad pública y gratuita–.

Pero por más interesante que sea la charla, su mediación para el alquiler subía mi presupuesto a los cielos. Fui a la Universidad a buscar ayuda sin mucho éxito, continué preguntando a los amigos, seguí caminando calles neoyorkinas fijándome en todo cartel que parecía decir algo sobre la renta, pero nada. Al borde de la desesperación, unas horas antes de que saliera mi vuelo de vuelta con las manos vacías, apareció en el internet alguien que por desplazamiento sabático rentaba su departamento cerca del metro y de la Universidad de Columbia; lo daba amoblado. Ideal para mis necesidades.

Lo contacté inmediatamente, resultó ser un antropólogo progresista que conocía México y que incluso había estado en Nicaragua en los años de la Revolución Sandinista (varios afiches colgados en sus paredes lo delataban). El trato fue directo, sin intermediarios, con una sensación de haber encontrado no solo un lugar donde vivir sino alguien afín en esta ciudad de millones de personas diferentes. Fue como meter gol en el último minuto del partido. Sí, cosas del destino.

Lo extraño fue la confianza con la cual sellamos el trato: lo visité en su departamento, charlamos alrededor de 15 minutos, le di un depósito de 2.400 dólares en efectivo. Le entregué un par de cartas profesionales mías (fotocopia de mi constancia de trabajo e ingresos, mi invitación en Columbia y mi pasaporte), él me firmó un recibo en una hoja de cuaderno y le tomé foto a su licencia de conducir vencida. Todo el intercambio fue con base en la palabra, la suya y la mía. Completamente distinta la relación con mi casero en México que me pidió un garante, varias referencias profesionales y personales y firmamos un contrato en una oficina de abogados.

Ya me habían dicho que buena parte de las relaciones en Nueva York reposan en lo verbal y la confianza y no en la papelería firmada, herencia colonial latinoamericana. Ya tengo departamento, podemos iniciar esta aventura del año sabático.

Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York», 2015.