En dos días llegará la fecha que nunca pasa desapercibida: 15 de enero de 1981, cuando mi papá, Luis Suárez Guzmán, con ocho compañeros del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) fueron asesinados en la dictadura.

Quisiera decir tantas cosas. Repetir hasta el cansancio que los Mártires por la Democracia no le pertenecen ya a ningún partido, que son patrimonio de la nación. Que una parte de las libertades y privilegios que hoy gozamos los debemos a su entrega, a su lucha. Que debemos evitar a toda costa parangones fáciles, arriesgados e imprecisos, especialmente en esta coyuntura donde las palabras están tan manoseadas, devaluadas y cualquier cosa se la llama como no debiera. Que por respeto a ellos y a la historia, no podemos permitir que se politice su nombre, su sacrificio.

Pero no voy repetir lo que se ha dicho tantas veces. Hoy quiero acordarme de Lucho, de su mirada profunda, de su argumento convincente, de su plática encantadora, de su risa contagiosa, de la tanta falta que me hace.

Se fue cuando yo no había cumplido los once años. Y su ausencia no sólo es vacío, es otra forma de presencia. Hablo con él en su tumba, siempre lo hago cuando voy al cementerio central de La Paz. Cuando algún amigo querido visita Bolivia, le pido que también pase por ahí, que le lleve flores y se presente, él lo sabrá reconocer.

Me he preguntado cómo hubiera sido tener a Lucho vivo en distintos momentos. Cuando me gradué de bachiller, quien me dio el diploma me dijo “tu padre debe estar orgulloso desde el cielo”. Quiero imaginar su compañía en cada título que recibí, quiero verlo sentado en el público en mi defensa de doctorado, en mi ingreso como investigador en la UNAM, en las presentaciones de mis libros. Quiero fantasear con su alegría al recibir a mi hija Canela, al tener en sus brazos a Anahí. Quiero especular sobre nuestras pláticas que nunca sucedieron, ya los dos de adultos, hablando de sociología, de cine, de amores y temores.

El destino a veces es generoso. Como cuentagotas, van apareciendo imágenes, recuerdos, frases que por misteriosos caminos llegan a mis manos. Me detengo en dos fotos que recientemente me llegaron.

En la primera, mi papá debe tener unos 22 años. Tiene el pelo corto, bigote fino, lentes cuya parte superior del marco es negro, a tono con su cabello abundante pero bien recortado. Camisa azul marino, pantalón negro, las manos juntas atrás. Mira hacia abajo, pensativo. En el bolsillo de su camisa despunta una pequeña libreta y una pluma, lista para registrar algún pensamiento. La foto es en España, en aquellos años en los que se formaba como sociólogo, cuando indignado escribía por la muerte del Che o de sus manos salían poemas y canciones. Es el tiempo de paternidad y ternura, seguramente mi hermana Patricia y yo estamos en algún lugar a su alrededor, por supuesto bajo el cuidado de Beatriz.

La segunda foto circuló hace unas semanas en alguna de las redes sociales, no recuerdo cual. Debe ser finales de los 70, está sentado, aplaudiendo, parece cantando. Tiene puesta una chompa oscura y un saco de cuero que yo heredé. Aunque la toma es en blanco y negro, sé del color café claro de esa prenda que acaricié tantas veces cuando, luego de su muerte, estuvo en mis manos. Su cabello está largo y todo hacia atrás, el bigote grueso, la mirada alegre, firme, dirigida al futuro. Es una imagen de esperanza. En esos años Lucho transitaba entre el periodismo, la política, la academia, la manifestación y la docencia. Y entre todo, en algún lugar, nosotros, su pequeña tribu.

En fin, son casi cuarenta años de que nos dejó, y no me acostumbro a su ausencia. Todavía me hacen falta sus abrazos.


Publicado originalmente en «El Deber» el 14 de enero del 2020.