Conocí Praga a través de la mirada de Josef Koudelka.  Aquel pequeño libro que titulaba simplemente así: Prague, 1968, de las ediciones del Centre National de la Photographie en París, me introdujo a la magnífica ciudad en un momento particularmente intenso relatado por el lente de un gran maestro de la imagen.  En él vi los rostros de jóvenes que indignados desafiaban a los tanques; activistas que repartían periódicos militantes; mujeres atemorizadas o llorosas tomando una bandera o lamentándose por la ciudad; la Plaza Wenceslav tomada por vehículos militares inundados de gente alrededor, al fondo constantemente el Museo Nacional mirando la historia pasar; pancartas caseras coladas en cualquier pared; un crucifijo que acompaña a los dolientes; algún afiche que muestra a Lenin llorando por lo sucedido; soldados atolondrados entre la agresión y la confusión; autobuses quemados y tanques victoriosos; un reloj que recuerda el aquí y el ahora; algún cadáver rodeado de sangre. 

Cómo no detenerse en la imagen de aquel hombre mayor que en primer plano mira hacia el fotógrafo con ojos nostálgicos y que en sus espaldas tiene un edificio completamente destrozado, con las marcas de los cañonazos, del fuego y los balazos incrustados en el viejo inmueble.  Cómo dejar pasar la toma donde un transeúnte adulto, con maletín de trabajo y vestido para ir a una oficina, descarga su rabia lanzando un ladrillo a un tanque estacionado. Cómo no conmoverse con el gesto de aquel joven que elevado por encima de la gente, le grita al soldado cara a cara; casi se escuchan sus argumentos,  sus demandas, su indignación.  

En 1998, por esos azarosos guiños de la vida, me tocó ir a Praga, 30 años después de lo sucedido.  Tomé mi libro de Koudelka y mi cámara fotográfica.  Una sola idea recorría mi mente y mi lente: ¿Cómo estará la bella ciudad luego de estas tres décadas? ¿Qué quedará del intenso pasado? ¿Podrá la cultura de consumo aplanar tanta historia?

En las cuatro jornadas que estuve ahí, alojado en un hotel barato incrustado en medio de un edificio de departamentos populares, construcción notablemente heredera del período socialista que ahora servía para recibir turistas, pude ver y sentir muchas cosas.  La Guardia del Castillo que apacible desfila mostrando solemnidad y orden; varios graffiti que dicen “bad religion” o “urban guerrilla pub”; algún poste que cuelga con igual soltura una publicidad de “Mc Donald’s Restaurance” y una indicación urbana local: “Václavské Námestí, Ciudad Nueva, Praga 1”; un puesto de revistas que exhibe las atractivas conejitas de Play Boy; algún turista que toma una foto al que toma alcohol; un banco de la Plaza Wenceslav que otrora estuviera repleto de tanques y gente, hoy es compartido por dos señoras de la tercera edad –que sin duda vivieron aquel 1968- y un joven marginal; otro banco de la misma histórica plaza donde una madre comparte con su hijo un refresco comprado en Mc Donald’s, al fondo los observa el Museo Nacional; un trabajador que cambia una publicidad callejera; un par de muchachas que promueven el Table Dance Atlas en la zona turística, el primero en Praga; un crucifijo que hipnotiza a los turistas; una tienda de cambio que levanta la bandera del Che –al revés- celosamente custodiada por la mirada de Jim Morison unos centímetros atrás; tres lectores subterráneos viajando en el metro. 

Pero de tanto visto, como no fijar la atención en una bella que pasa –como decía Baudelaire- de blanco y botas negras que perturba nuestra mirada y la dirige en una sola dirección.   Cómo no oír lo que seis músicos pueden hacer sobre el Puente de Carlos; cierto: hay fotos que no se ven, se escuchan.  Cómo no entrar en la escena donde una marioneta deslumbra a una niña que se queda cautivada ante sus peripecias, más allá de los apuros de sus padres. 

Mi Praga, no fue la de Koudelka.  Pero su magia, en la invasión rusa de los sesenta o en la del mercado de los noventa, está fuera de duda.   Como fuera, Praga deslumbra, seduce, encanta.

Publicado originalmente en «Viajar, mirar, narrar» (2018).