Hace años vi una exposición de fotografías que se llamaba simplemente “París desde mi ventana”. Y era eso. El registro de un habitante de la magnífica ciudad que tomó fotos de su entorno. Georges Perec decía con tino que hay que interrogar, leer los espacios, y sus fabulosos libros recogen detenidas observaciones de sus vecinos.
Durante un año, entre el 2020 y el 2021, viví en el edificio Diana, en la Av. 6 de Agosto, cerca del monoblock de la Universidad Mayor de San Andrés. Fue una temporada muy especial porque volvía al país luego de varias décadas y me acogió un ámbito familiar. En ese mismo lugar había pasado días de mi infancia, pues mi abuela tenía un departamento en el que nos recibía con cariño. Ahora, me tocó estar en medio de la pandemia, las temerosas olas de la enfermedad, el encierro, los cubrebocas y el alcohol por todo lado.
En esos meses, sin moverme de mi hogar, curioseando por cada uno de mis ventanales, pude ver desfilar al país en sus distintos rostros y fotografié lo que más llamaba mi atención.
Una tarde muy tranquila, las sirenas quebraron el silencio anunciando la llegada pomposa de las primeras vacunas. Las marchas fueron cosa de todos los días, con petardos que estallaban exactamente a la altura de mi dormitorio y aterrorizaban a mi perra; vi pasar a todo tipo de marchistas, a menudo con dirección al Ministerio de Educación. También vi a masistas que golpeaban con palos y wiphalas a quienes protestaban con banderas bolivianas, y me encontré con similares aguerridos militantes que agredían las instalaciones de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos.
En el atrio de la UMSA, donde de joven participé en múltiples movilizaciones, vi ferias de todo tipo, la vacunación masiva, una performance con gente de overoles rojos y máscaras, disfrazados como los personajes de la serie La casa de papel, y simpáticas cebritas en fila. Todo atestiguado por el mural desgastado del Che.
Vi oficios callejeros: el lustrabotas, la vendedora, el funcionario municipal borrando los graffitis de Mujeres Creando. No faltaron los accidentes, como el de aquel auto que se subió a la acera destrozando la jardinera de la entrada —por suerte no se topó con el lustrabotas que trabaja en esa esquina—, o el que cayó en el túnel de la avenida Arce al salir de la calle Goitia.
Como tengo un buen teleobjetivo, pude observar los interiores de departamentos vecinos, o las típicas frazadas impresas con tigres colgando al sol. Y, por supuesto, el paisaje urbano, los atardeceres anaranjados, las nubes dibujadas, la retirada del sol que deja sus últimos rayos en Villa San Antonio mientras los foquitos empiezan a encenderse.
En suma, disfruté de los “privilegios de la vista” —decía Octavio Paz— que nos regala esta ciudad multifacética.
Publicado originalmente en Revista Rascacielos (11-12-2021)
Algunos siguen el lema “eres lo que comes” y tienen algo de razón. Tal vez se pueda estirar el argumento: “eres lo que lees”, y más, “eres lo que escribes”. Tengo el privilegio de dedicarme al mundo de los libros, afortunadamente vivo de lo que escribo. En mis viajes, invierto una parte de mi tiempo a las librerías, y con algunos de mis amigos, lo primero que hacemos al vernos luego de una temporada, es intercambiar lo último que publicamos.
Mejor ni cuento el problema que representa cargar libros en una maleta de 23 kilos, y lo difícil que es encontrarles un lugar en un departamento cuyos estantes ya están atiborrados compitiendo cada centímetro con los adornos y cuadros.
El caso es que en mi último viaje a México, me encontré con gratas sorpresas. Resumo.
Mi entrañable amigo Massimo Modonesi me regaló México izquierdo (Bibliotopía, México, 2021). El documento recoge sus reflexiones sobre los movimientos sociales de la izquierda mexicana en las últimas décadas, dando cuenta de su diversidad. Es una mirada fresca, gramsciana, que se escapa de la prisión dogmática reinante e impuesta desde el centro del poder.
Dos colegas y buenas amigas investigadoras de la UNAM me dieron sus últimos libros coordinados: Espacios públicos y ciudadanías (Ramírez Kuri, coord., IIS-UNAM, México, 2021); Alvarez, Construcción de ciudadanía en la Ciudad de México (Coord. UNAM, 2021). Se trata de una investigación de largo aliento sobre el espacio público y la ciudad neoliberal, mostrando cómo la vida urbana está marcada por una visión económica que favorece la desigualdad, pero donde surgen resistencias y luchas.
Compré el libro Regreso a la jaula. El fracaso de López Obrador, de Roger Bartra (Penguin Random House, México, 2021). Suelo adquirir los libros de Bartra -que además es mi colega en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM- tanto por su reflexión como por su escritura, por el placer de leerlo. Es un documento agudo que va al corazón del dogmatismo del presidente, lo desmenuza, lo desmonta, lo desnuda y propone nuevas pistas. Bartra, que se define como “intelectual socialdemócrata”, en su escrito “ofrece una crítica que puede animar a las corrientes más democráticas que están resistiendo las inclinaciones autoritarias que hoy nos amenazan”. Claro, lo leo pensando tanto en México como en Bolivia.
También compré La casa de la contradicción, de Jesús Silva-Herzog Márquez (Penguin Random House, México, 2021). Suelo leer las columnas del autor en Reforma. Desde una postura liberal democrática, a menudo tiene posiciones especialmente inteligentes que van más allá del sentido común. No siempre comparto su opinión, pero disfruto cómo la dice. Silva-Herzog critica la ilusión democrática en la que caímos todos, sus principales tentaciones y desvaríos, sus contradicciones. Y más, ya lo decía, la narrativa es deliciosa, bien lo dice Bartra en la portada del libro: “Convertir la reflexión política en poesía es una hazaña lograda con maestría en este ensayo”.
Dos títulos para terminar. El león y el unicornio y otros ensayos, de George Orwell (Turner, España, 2021). Es una colección de escritos entre 1936 y 1952 presentados en orden cronológico. Orwell es uno de mis autores favoritos, proféticamente lo dijo todo en Rebelión en la granja, imaginando lo que se hizo historia decenas de veces, claramente en Bolivia con mayor torpeza; la historia superó la fabulación. Es un autor mágico, desbordante de creatividad y lucidez.
Obras reunidas I de Ivan Ilich (F.C.E., México, 2019). Siempre he tenido a Illich cerca pero nunca lo he leído en serio. Aparece en conversaciones, en seminarios, en cafés. Este volumen reúne varios de sus libros. Es impresionante lo potente de su visión planteada hace medio siglo pero que sigue dando luces. Finalmente el capitalismo criticado por él quedó intacto luego de neoliberales o populistas que, en el fondo, no salen del paradigma perverso del progreso y la modernización.
En suma, me dio gusto recorrer autores y amistades, con posiciones políticas distintas pero sacudiendo los mandatos intelectuales emanados desde el campo del poder, confrontando ideas, no dogmas. Imaginarán, pasaré varias horas recorriendo esas letras. Tengo para rato.
Publicado originalmente en Página Siete (17-11-2021)
No me gusta la televisión. De hecho la he evitado desde hace mucho tiempo, y ahora de plano ya no tengo el aparato en casa. Cada que me toca ver algún fragmento, normalmente en los consultorios o salas de espera, me convenzo de haber tomado la decisión correcta. Mi distancia con la caja mágica se acentuó cuando vine a vivir a México y sentí mi inteligencia ofendida cada que caía en cualquier programa de Televisa o TV Azteca, acaso la basura mediática más lograda. El caso es que luego de un tiempo de resistencia, decidí suscribirme a Netflix, y ahora soy un consumidor compulsivo de sus series. No veo tele, veo Netflix en mi dispositivo electrónico. Lo que me llama la atención es el lugar que ha ocupado esta forma de consumo de imágenes y cómo ha transformado tantas cosas. Vamos por partes. En estos tiempos de individualización, donde cada uno decide contenidos y momentos para consumo mediático, Netflix permite no estar obligado a tener que esperar un episodio a la hora que el programador lo decida, sino más bien cuando uno pueda hacerlo. Así, no pasa nada si un día no pudiste ver un capítulo, o si se te atravesó algo; ya habrá ocasión para retomar la historia. De hecho una de las razones por las que no seguía una serie completa en cualquier canal, era por la dificultad de obligarme a estar frente a la pantalla a una determinada hora. Eso se acabó. Recuerdo que cuando era niño se transmitía la serie americana Dallas, y todos sabían en qué estado estaba el famoso personaje “Jr.”. Lo propio con telenovelas como Rosa de Lejos. Es más, el día en que iban a transmitir el último capítulo fue casi un feriado nacional. Hoy, ese escenario es imposible. Con mis amigos cercanos comentamos las distintas series vistas pero uno va empezando, el otro al medio, y el otro ya la terminó. Cada cual a su ritmo, lo que no impide que podamos discutir e intercambiar opiniones.Por otro lado, hay que decir que las telenovelas mexicanas prisioneras de los intereses de Televisa son de tan mala calidad que da vergüenza ajena. La simple comparación con cualquier programa en Netflix es notable en todos los aspectos: actuación, libreto, escenario, ritmo, contenido y un largo etcétera. En mi tableta he visto historias que me han llevado a las emociones, a las lágrimas o la rabia, al miedo o la risa, a la razón o al entretenimiento, además con un agudo sentido crítico de la realidad. Por ejemplo, la crudeza de la política nunca fue tan bien presentada como en House of Cards, los límites de la tecnología en la vida diaria se los expone en Black Mirror, la transformación de un tipo ordinario en un magnífico dealer está en Breaking Bad. Llama la atención que lo que puso en jaque al monopolio televisivo en México no fueron los esfuerzos de canales culturales o de producciones alternativas de la izquierda, sino una empresa norteamericana que simplemente puso la calidad por delante y entendió que el espectador es alguien medianamente inteligente que quiere ver en la pantalla historias que le hablen de la vida diaria sin matices cursis. Por último, es extraña la manera cómo Netflix se ha introducido a la vida marital. Antes, coordinar con la pareja para sentarse frente a la televisión en el mismo momento a ver una novela por más de una semana consecutiva era motivo de pleito. Hoy la negociación es más fluida, los tiempos se equiparan con más facilidad, todo se resuelve en la cama con una pequeña pantalla sin mediación alguna. Varios de mis amigos han hecho del momento de ver Netflix el espacio de encuentro de pareja, más importante que ir a pasear al parque. No faltará quién con legítima suspicacia piense que Netflix me pagó esta columna. No es el caso –lamentablemente casi no cobro por lo que escribo-. Lo cierto es que Netflix ya se instaló en nuestras vidas –al menos en la mía- y, la verdad, estoy feliz enredado en su telaraña. Más adelante comentaré algunas historias que me llamaron la atención; ahora dejo estas letras, me espera una nueva temporada de mi serie favorita
La ciudad la habitamos y nos habita con igual intensidad. Somos la ciudad, le pertenecemos, la construimos, la constituimos. Las calles son nuestras, los edificios, los ríos, las montañas, el clima, el granizo. Cada lugar está impregnado por nuestro paso, por nuestra pequeña historia: nuestro primer enamoramiento, el primer entierro, la pena, la fiesta. Nuestro pasado está inscrito en estos territorios íntimos.
Soy paceño. No nací aquí, pero ese es un detalle poco importante, basta recordar a Chavela Vargas que, habiendo visto la luz en Costa Rica, decía que “los mexicanos nacemos donde nos da la gana”; o dicho en otro código: “no porque los gatos nazcan en el horno, son panes”. Crecí en San Miguel desde inicios de los 70. Jugué con bicicleta hasta el cansancio, trepé el cerro del frente que hoy es Auquisamaña, jugué con barquitos de papel en el río hoy entubado, entré en las cuevas e intenté sin éxito atrapar lagartijas.
Desde mi barrio vi pasar la dictadura y el Golpe de Estado de 1980. Temblé con el miedo de pensar que los militares vinieran a mi casa. Y fui conociendo otros rumbos: en Miraflores jugué tardes enteras con mis primos en casa de mi abuelo, en la Avenida Busch; en esas paredes se veló a mi padre cuando lo mataron en 1981, ahí también despedimos el cuerpo de a mi abuelo décadas después.
Fui a Sopocachi muchas veces, dormí en el departamento de mi abuela recibiendo mimos y jugo de naranja en las mañanas. Diariamente me dirigí a mi colegio en Següencoma, y volví cansado con el implacable sol azul de medio día atravesando el Choqueyapu, cargando -o más bien arrastrando- mi mochila con útiles escolares.
Viví múltiples experiencias en El Prado, en la imprenta del “Picus” en San Pedro, en los locales de la Av. Illampu donde bailábamos morenada hasta el amanecer, en el departamento del Moisés en la Plaza Villarroel. Comí las salteñas de todo lado, las donas de la Av. 6 de agosto y las hamburguesas del Iglú, además del tradicional sándwich de lomito del local de El Prado que desapareció. Cuando tuve auto conocí las rutas que trepaban a las montañas pare ver mejor mis lugares desde lo alto, y ahora que tengo bicicleta, cada fin de semana recorro algún lugar disfrutando del paisaje.
Cierto, me fui de la ciudad por varias décadas, pero nunca la dejé. En los últimos años, cada que volvía, me encontraba con algo nuevo. Veía cómo mi pasado citadino se iba transformando al ritmo de una sociedad que supera toda sorpresa y no respeta reloj alguno. Asombrado por la densidad del cambio, decidí acudir a mi oficio que es observar, escribir, descubrir.
De eso trata mi libro La Paz en el torbellino del progreso (Ed. 3600, 2020) que fue publicado recientemente en su versión boliviana y circula en librerías. ¿Cómo hemos sentido los paceños el cambio de los últimos lustros? Ahí cuento todo lo que puedo, desde mis recuerdos de niño sanmiguelero (por ejemplo la visita de un sapo en la habitación de mis padres, o la muerte de una solitaria vecina cuyo cuerpo se lo encontró tres días después), hasta el cambio en el hábito del consumo del café en mi abuela (que lo tomaba tinto y fuerte, jamás admitió un expreso), o el whisky de mi abuelo que tenía que ser Jhonnie Walker. También están los relatos de la experiencia de subir al Puma, al Teleférico, o los datos municipales oficiales que ilustran la magnitud de cambio.
Cómo habitamos una ciudad, cómo la construimos sin darnos cuenta mientras ella nos moldea con coqueto disimulo. Qué cambia, qué permanece. Qué nos hace ser paceños, qué se lleva el tiempo, y qué sorpresas nos trae cada vuelta al reloj. Ese es el libro que los invito a leer. Es, en el fondo, una provocación a mirarse en el espejo como seres urbanos que somos, mientras atravesamos el último puente, caminamos la plaza recién inaugurada, o nos comemos la última innovación de la salteña acompañada de limonada con leche. Ojalá disfruten esas letras.