Japón. Un encuentro con la otredad IV

El japonés y su relación con la imagen: ¿fotografiar o fotografiarse?

Deben ser los japoneses quienes más han conseguido apropiarse de la fotografía. La imagen del turista japonés, que realiza un largo viaje desde su comunidad para posar unos segundos frente a la torre Eiffel o la Estatua de la Libertad y luego guardar la imagen como un «trofeo fotográfico» -a decir de Sontag-, está lejos de ser una caricatura. No es casual que las grandes empresas de la foto vengan de ese lado del mundo. Cada imagen es un logro personal, un punto de llegada y el inicio de algo nuevo

Pero la obsesión japonesa con la imagen parece no sólo ser el de aquel turista que viaja a occidente a conquistar nuevos mundos. El mismo gesto sucede al interior del país, en cada viaje, en cada acontecimiento social, en cada momento importante que hay que eternizar: un espectáculo, una fiesta, un paseo.

Siempre me he preguntado qué mira quien toma una foto. Qué pasa por la mente de aquél que sostiene con su mano derecha el pequeño aparato y guarda en su caja de recuerdos un pedazo de realidad.

La imagen parecería ser una ayuda para la memoria. Los largavistas para ver los detalles de Tokio desde las alturas, telescopios para ver las estrellas desde la tierra, videocámaras del tamaño de la palma de una mano para registrar el movimiento y la sucesión de las imágenes.

El fotógrafo aficionado, el profesional, el que pasea con los amigos, el que mira el universo, el niño que vuelca su mirada sobre la ciudad. Todos parecen pedir lo mismo: una imagen, un pedazo de imagen que pueda eternizar lo que segundos más tarde estará muerto.

Encuentro una cámara solitaria esperando a su dueño. Está sentada frente al Castillo de Osaka, cubierta, en posición de descanso. Pero no muerta. Sólo le falta el elemento humano, un fotógrafo y alguien que quiera hacerse fotografiar. La cámara y el castillo esperan impacientes la llegada de aquél que con un toque mágico la haga trabajar, la despierte, como a una bella durmiente.

Y llegan uno a uno quienes no quieren que su paso por el Castillo quede sólo en la memoria, aquellos que desconfían de poder guardar el recuerdo si no es con un soporte gráfico, un pedazo de papel que sea testigo de que estuvieron allí. Una mujer, unos niños, una pareja. Todos en el mismo afán.

Publicado originalmente en «Viajar, Mirar, Narrar» (2018).

Japón. Un encuentro con la otredad III

El mercado tiene siempre la capacidad de aglutinar los distintos estilos de vida. No hay sociedad sin mercado. Es un punto de encuentro, de intercambio. La diversificación de las formas de la venta en Japón han hecho que los tipos de mercado que existen sean variados: el mercado popular, el lugar de aparatos electrónicos, el «shopping», los mercados tradicionales, la vida subterránea.

El mercado popular es muy similar a lo que podríamos encontrar en Bolivia o en cualquier lugar de América Latina: una infinidad de productos que van desde comida hasta ropa, pasando por artefactos para el hogar, la oficina, animales vivos, fruta, etc. El orden es más bien anárquico, un poco de todo, una tienda al lado de otra sin importar lo que se venda. Me llama la atención la cantidad de mariscos, vivos, muertos, congelados. No es casual que Japón sea una gran isla y que una de sus actividades principales gire alrededor de la vida marítima. El mercado popular, aquella pequeña calle que esconde miles de sorpresas, aquel laberinto que nos conduce por una infinidad de ofertas, con esa sabrosa sensación de no controlar nada, no comprender de qué se trata, sólo dejándose llevar por las imágenes que una a una invitan a una secuencia anárquica de lo desconocido.

A unos minutos caminando tenemos el Den den town, enorme barrio donde se vende toda la tecnología de punta. Son alrededor de 300 tiendas de aparatos electrónicos: celulares, TV, computadoras, filmadoras, calculadoras, en fin, todo lo que la tecnología puede ofrecer al mundo de hoy. Se mantiene una forma desordenada de la venta, todas las tiendas tienen todo, tiendas grandes y chicas, especializadas y generales. Al ver la tremenda oferta tecnológica y el movimiento comercial de la zona no nos queda la menor duda de que la población ha logrado incorporar a su vida cotidiana los réditos de la tecnología, se supo apropiar de ella y utilizarla con naturalidad. Por eso, no es casual encontrarse a todo japonés con un celular en la mano.

La relación hombre-tecnología parece haber tomado el lugar de la relación hombre-hombre. Ya no se necesita del otro. Para la compra de billetes en el metro, la diversión, el juego, etc., ha dejado de ser necesario tener alguien en frente, sólo se requiere de una máquina.

Los locales tradicionales también forman parte del panorama del lugar. Son varias las calles pintorescas que ofrecen comida y otra gama de ofertas.

El mercado también tiene una vida subterránea intensa. Considerando el frío que hace en invierno, se ha construido una serie de corredores subterráneos con grandes tiendas en las cuales uno se puede pasear por horas, encontrando todo lo posible, sin necesidad de salir a la luz del día, luz tímida, en todo caso, acompañada del frío intenso.

Hay muchos casinos muy concurridos; se nota que a la gente le gusta pasar horas allí, derrochando tiempo y dinero. Como no podía ser de otra manera, no falta la calle en la que uno se encuentra con el mercado sexual, una variedad de ofertas de las cuales uno se puede guiar únicamente por las imágenes, que ya son suficientemente explícitas.

En algún lugar de la ciudad están los grandes shoppings al estilo americano. Pocas cosas cambian en este espacio con respecto a lo que puede suceder en cualquier mall de Estados Unidos. Las ofertas («sales»), los productos, la forma de la venta, etc., nos traen las imágenes de las metrópolis americanas: hay ropa, juegos electrónicos de dinero, hamburguesas, boutiques, perfumes, gente bien vestida, una madre con su hija luego de salir de compras, todo caro, precios por todo lado en un mar de personas. Algo sí cambia considerablemente: la gente.

¿El mercado o los mercados? Más bien las formas de intercambio y comercio, y las culturas de consumo que se generan alrededor. Vaya variedad de una sociedad compleja como es la del Japón de hoy.

Publicado originalmente en «Viajar, Mirar, Narrar» (2018).

Japón. Un encuentro con la otredad II

Japón y el mundo

Los japoneses no necesitan el mundo, tienen al mundo en su país. 

Dicen que sólo a partir de los años 60 la gente pudo salir al extranjero, antes las condiciones económicas eran muy duras. Hoy, viajar a occidente es más accesible para un público popular. Eso sí, su viaje suele ser siempre guiado por alguien que ya tiene contacto con el otro lado del planeta.

En general, en las calles, nadie habla inglés, ni siquiera en el servicio de los hoteles, lo que complica la comunicación con los turistas, aunque todos sean amables y serviciales tratando de ayudar al extranjero.

Llama la atención que todo un pueblo pueda manejar con tanta destreza los códigos tecnológicos y de modernidad, y no saber lo mínino de inglés. Es interesante esta convivencia extraña entre una forma de lo moderno y la tradición.

Efectivamente, se ve un país auto-referido, país que se mira a sí mismo, no necesita de los demás, tiene todo al alcance de las manos.

A pesar de ello, no dejan de aparecer grandes símbolos de occidente que marcan la presencia de algo que, del otro lado del océano, propone cosas distintas. Made in Italy, la mirada del vaquero de Marlboro, un afiche de un film de Hollywood, los carteles de cigarrillos Kent por los cielos.  Entre tantas otras cosas,  son formas de ver cómo unas migajas de lo occidental se meten en la dinámica comercial japonesa.

Pero quizás la manera más clara de comprender la diferencia entre el occidente y el mundo oriental es encontrarse con un baño público, en él aparece el cartel Western style, para identificar el tipo de usuario y de baños (retrete) que se ofrece. ¿No será que el texto podría ser una referencia al western style of life?

Publicado originalmente en «Viajar, Mirar, Narrar» (2018).

Japón. Un encuentro con la otredad I

CRÓNICA DE UN LARGO VIAJE

Modificar el tiempo y el espacio hasta el punto de perder las nociones básicas que nos dan estabilidad, es una experiencia que no se vive a menudo.  Por ello va esta crónica del paulatino proceso de transformar física, psíquica y biológicamente los referentes espacio – temporales.

Salida de La Paz: viernes 14 de enero 

No me levanto muy temprano. Lo he hecho los últimos días y estoy cansado. Hoy decido descansar un poco más, pero el trabajo y el stress de este periodo no han terminado.

Rompo la rutina. Me quedaré en pijamas hasta el final, lo último que haga será tomar una ducha. Muchas cosas tengo que hacer: arreglar maleta, las «tres pes de todo largo viaje» (pasaporte, pasaje, plata), grabar mi ponencia en un disk, hablar a Omar.

Llegó el día del viaje al Japón. Pocas veces uno puede ir a esos lugares lejanos. El viaje salió de improviso, azaroso como son estas experiencias vitales.

Me atrasaré en la preparación de las cosas. Tenía pensado salir a las 11:00 para estar en el aeropuerto a las 11:45, hora sugerida por la agencia de viajes. Son las 11:20 y estoy entrando a la ducha. 

Son las 12:10 y estoy en la avenida Mariscal Santa Cruz. Veo la hora en el reloj que marca la temperatura en plena calle. Hay embotellamiento, me pongo nervioso, bocineo sin sentido, regaño al taxista delante mío. Mi angustia me sobrepasa e inunda la pequeña peta. 

En la autopista acelero a fondo, tan fondo como lo puede hacer un auto de 2900 $us. Llego al aeropuerto y no hay nadie en la fila, llegué temprano. Siempre me pasa lo mismo.

Ya estoy en el avión. Voy por Sao Paulo con escala en Santa Cruz. 

En el avión Sao Paulo – Los Ángeles

Es la 1:00 de la mañana del 15 de enero. Para mí son las 23:00 del día anterior.  Estoy en el avión. Tuve que esperar como 5 horas en el aeropuerto. Leí 100 páginas del libro que traje para que me acompañara en estas horas muertas, llamé a una vieja amiga, me compré dos revistas de foto. Vaya manera de matar el tiempo.

La pantalla que tengo en frente anuncia que afuera la temperatura es de 62 grados bajo cero, que hemos volado 10 horas, que estamos sobre México, que la velocidad es de 794 km/h, que estamos a 11900 metros de altura, y que son las 5:33.  En mi reloj son las 11:33.  Es decir que tengo que atrasar 6 horas mi reloj. Primero adelanté 2, y ahora atraso 6, o sea que atraso 4.  Decido mantener la hora de La Paz en el reloj de bolsillo que compré en Praga el año pasado, para poder tener una referencia de La Paz.

En el aeropuerto de Los Ángeles

El lugar es frío, plano, como si lo hubieran hecho a propósito para que no se le ocurra quedarse al que está en tránsito. Contrasta con el video que muestran en el avión sobre Los Ángeles, con playas, mujeres en malla y patines, carteles de Hollywood, restaurantes y edificios modernos. Tales ofertas no las apreciamos desde aquí, una sala larga de 4 metros de ancho, asientos negros en tres filas, dos Duty Frees, baños, computadoras para Internet, teléfonos públicos y una sala exclusiva para los fumadores. El mundo ofrecido porLos Ángeles lo podemos ver en las postales del Duty Free, las estatuillas de la libertad, las poleras impresas y las revistas. Hay un desencuentro entre un mundo imaginado que se muestra desde la pantalla de T.V. y su fotocopia a colores expuesta en la vitrina de la tienda. 

La gente no sabe qué hacer. Son 12 horas de viaje (para mí ya van casi 24).  Los que están en grupo (unos cuantos) se sientan y charlan, los que viajan solos se dispersan a lo largo de la sala, los menos compran en el caro Duty Free; los más se ponen los perfumes de muestra de la perfumería. Todos esperan.

Detalle que olvidaba pero que da forma al escenario: abundan las plantas en este lugar, verdes, con flores amarillas, brillantes y relucientes. Todas de plástico.

Faltan 12 horas de vuelo hasta Nagoya, y será de día, por lo que el sueño no podrá aliviarme el no saber qué hacer: típico de los viajes largos.

En el avión Los Ángeles-Nagoya

Los «japoneses-brasileros» son diferentes a los «japoneses-americanos».  A mi derecha hay una pareja de «japoneses-gringos».  Tienen más seguridad en el avión, se visten modernos, con pañuelos en la cabeza, se ponen cremas y sprays, tienen un “tipo” japonés, menos latinizado.

Las azafatas ahora son japonesas en su mayoría. ¡Son 12 horas de vuelo! Ahorita almorzaremos, y al llegar a Nagoya volveremos a almorzar. 12 horas, ¿qué haré tanto tiempo? Seguramente leer, aburrirme, dormir. Me pedí Newsweek, Los Angeles Times y otras cosas.

En Japón son las 2:50, y en mi reloj las 9:50.  ¿Adelanto o atraso?  En La Paz  es la 1:50, todos duermen.

El que espera desespera.  Vi tres malas películas de avión, comí, fui al baño, leí Newsweek, mi libro de viajes, Los Angeles Times, el periódico de los brasileros en Japón, y todavía faltan 4 horas para llegar. ¡Qué viaje más largo!  No sé qué hacer, en qué pensar, qué leer, todo me aburre, sólo quiero llegar. 

En la estación de tren de Nagoya rumbo a Osaka

Dos cosas llaman la atención a primera vista: el orden (todos obedecen las reglas, nadie se pasa de la línea, todos cruzan en verde, se paran en rojo) y la tecnología (para comprar boletos se utiliza un sistema computarizado, no hay gente. Todos tienen celular, muchos teléfonos, muchos relojes). Mucho orden y tecnología.

Acabo de meter la pata, hay una fila para entrar al vagón y yo entro por cualquier lado. Algunos tienen un trapo blanco en la boca, debe ser para la contaminación. Las chicas tienen zapatos altísimos, botines y mini. Los autos van al revés, como en Londres. Muchos jóvenes en la calle. Ningún signo es comprensible para mí, salvo los números.

En el hotel de Osaka

Ya estoy en el hotel.  Son las 20.00 y para mí son las 7 de la mañana, sin dormir. Ya perdí la cuenta, no sé si adelanto o atraso el reloj, en todo caso, hay como 12 horas de diferencia, adelante o atrás. Me duele la cabeza. Me duermo. Mañana empieza una nueva jornada laboral.

Publicado originalmente en «Viajar, Mirar, Narrar» (2018).

Nieve

Cuando llega la nieve, desaparecen las aceras. Nadie respeta los semáforos, todos caminan intentando no caerse. Las reglas tan respetadas en días cotidianos parecen perderse entre el amplio manto blanco que lo cubre todo. También los rostros se ocultan, sólo se ven los ojos. Cuando la cara no tiene una chalina, la piel se pone pálida y la nariz roja no deja de chorrear. Habrá que esperar unos meses para que otra vez el cuerpo vuelva a ser expuesto, y que las mujeres enseñen las uñas de los pies recién pintadas.

La nieve tiene varias etapas. En cuanto llega es una delicia verla, lo ocupa todo. Se deja caer hasta en los rincones más recónditos, desde ventanas hasta árboles. Al poco tiempo, la temperatura empieza a subir y todo se convierte en barro, el encanto blanco deviene una sucia alfombra. Luego todo es hielo. Los neoyorquinos están acostumbrados a esos cambios, saben qué ponerse, cómo jugar, cuándo quedarse en casa, apoyados en la información minuciosa ofrecida en la aplicación del celular. Sólo los recién avecinados somos quienes no calibramos lo suficiente el atuendo y, de pronto, nos encontramos cargando la chamarra enorme cuando el frío ya pasó, o, todo lo contrario, sufriendo las temperaturas por no traer una prenda más.

Además, como soy andino, para mí el ciclo de la temperatura es siempre el mismo: amanece frío, hace calor a medio día, y en la noche vuelve el frío. Aquí, el clima es menos rutinario, más caprichoso: que esté haciendo relativo calor a medio día, no implica que unas horas más tarde baje la temperatura. Solo la agencia de meteorología, a través de un mágico mensaje en internet, dirá con certeza la evolución del termómetro. Hay mucho que aprender.

Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York» (2015).

De cerca

Cada rostro es una historia. Cuando paseo por El Ajusco observo decenas de personas que despiertan mi curiosidad sobre su pasado, su presente, sus percepciones, su manera de enfrentar la vida. Cierto, como decíamos, que las estructuras espaciales son habitadas por gente que carga consigo sus estructuras simbólicas, desde donde se apropian del lugar y lo reinventan.

Como sociólogo, sé que cada gesto, forma de vestir, anillo, tatuaje, corte de cabello, sombrero, playera, en fin, todo lo que llevamos encima y que es de fácil observación, denota un dispositivo de sentido propio. Lo que observamos me lo enseñó Jean Pierre Hiernaux: es una manifestación que da rastros de un contenido mayor, anclado en la mente de las personas, que hace que elijan un determinado tipo de ropa, usen un gesto y no otro, caminen de una determinada manera (Hiernaux, 2008: 68-69.

El Ajusco, lo hemos señalado con anterioridad, está compuesto por una población urbana popular que tiene una historia de migración interna en el transcurso de los años setenta, pero que en la actualidad se mueve con destreza en el ámbito urbano, utilizando los códigos propios de la ciudad. Ahí todo se entremezcla: la tradición rural dialoga con la estética citadina; los usos y costumbres del pasado se reinventan en el presente.

Me detengo en la foto de un varón de unos 50 años. Es una fiesta popular de origen rural, por eso trae todos los atuendos propios del campo: sombrero, camisa a cuadros, pantalón de mezclilla, cinturón con inscripciones de caballos y botas. Muy cerca, un joven que bien podría ser su nieto, está en la misma fiesta pero se viste diferente: tiene una playera blanca apretada, tenis, aretes en el oído y la nariz, y los cabellos levantados por delante con una franja teñida en la nuca que se desliza hasta el cuello.

En otra imagen, me llama la atención el cuidadoso arreglo de una mujer, de unos 60 años, que tiene varios collares de joyería barata, aretes largos y dorados, lentes oscuros con marco blanco, un sombrero del mismo color, una mantilla bordada y un abanico entre sus manos cuyas uñas están pintadas de rojo. Es uno de los retratos de la estética urbana popular.

En el interior de un hogar, me encuentro con dos hermanas inolvidables. En su modesta sala, un altar con una decena de imágenes, velas y flores, comparte la esquina con la televisión encendida que transmite una novela. La mujer, sentada en su sillón, es custodiada por una pared que tiene tres cuadros fotográficos. El primero es la foto de los padres, en cuyo marco se incrustaron imágenes familiares más recientes. El segundo es un retrato familiar con la presencia de todos los miembros. El último, el más grande y ubicado en la posición más vistosa, es un collage con puras fotos de su padre, quien falleció hace algunos años. Cada una de las imágenes pequeñas es un retrato de una etapa de su vida. Ese recordatorio fue construido por la hija antes de la muerte de su progenitor.

Pero también está el oficinista, la abuela que sale a tomar el sol, el médico naturista que resguarda su local, el artesano, el carpintero, la niña con su bicicleta, el mariachi marchando a su trabajo, la familia en tarde de domingo. Rostros inagotables de las miles de historias que suceden en ese territorio.

Publicado originalmente en «Ver y creer», 2012.

El mercado

La vida colectiva no puede suceder sin el intercambio, y el mercado es uno de los lugares donde éste sucede con mayor intensidad y pluralidad. De alguna manera es una síntesis de las formas de
las relaciones sociales de una determinada comunidad. En El Ajusco, el mercado impregna a sus habitantes y asume tres formas.

El mercado moderno parecería estar construido bajo el paradigma del orden. Hay una entrada y una salida, cada fruta o verdura está en un recipiente para que no se mezcle con otra, y todas son cuidadosamente acomodadas encima de una misma mesa. La relación entre producto y comprador es directa, se evita el trato humano hasta llegar al cajero donde ahí sí sucede el intercambio comercial con un funcionario que no mantiene ninguna relación con lo que ofrece el supermercado, sino que más bien cumple su trabajo.

En ese momento, cada producto pierde su especificidad y se le homogeniza a través de la barra electrónica que le asigna un importe mercantil. Un tomate es lo mismo que una computadora: una cifra cuya diferencia radica en los ceros que contiene. En la caja todo se convierte en números cuya adición tiene que ser cancelada con un billete —o tarjeta— de igual valor.

Cada producto ha sido estudiado y aprobado por los directivos antes de ser ofrecido al público. El espacio interior o exterior está estrictamente controlado, se evita la suciedad, el sol o lo que pueda considerarse como no formal. Se evita cualquier expresión de desorden. El mercado tradicional tiene un nombre propio que responde a la historia del barrio y no a una empresa nacional. Se llama La Bola.

Los productos son variados y dependen estrictamente de la voluntad y el olfato comercial del vendedor, que es un especialista de la mercancía que ofrece. En cada compra sucede una interacción entre vendedor y comprador; los precios son negociables y se ajustan dependiendo en buena medida de simpatías construidas en el momento. Si bien existe un orden global de organización de los rubros, los comerciantes diversifican su oferta hasta donde consideran pertinente.

Pero también está el mercado de la calle, el que no se reúne en un solo lugar, sino que sucede en plena vereda. Ahí la diversidad también es enorme: se venden coches, fruta, comida, ropa, verduras, aparatos electrónicos, discos compactos, películas, etcétera. Algunos, más formales, tienen una tienda instalada y pintan en su pared el nombre de su local y de lo que ofrecen. Otros más bien exponen sus productos en el suelo, teniendo que recogerlos cuando acaba el día.

Y así el mercado opera, en sus distintos formatos de oferta y de consumo, dinamizando y construyendo las relaciones sociales de la colonia.

Publicado originalmente en «Ver y Creer», 2012.

La llegada

Luego de meses, casi años, de planificación, llega el día del viaje a Nueva York. Las emociones se aceleran. La última vez que estuve ahí fue hace más de dos décadas, cuando empezaba un ciclo especial en mi vida. Esa ciudad significaba mucho, era como una ventana por la que podía observar un estimulante porvenir. Estaba a media carrera de sociología, descubría tanto mi cuerpo como el saber, pasaba del cine a la lectura, de la clase al concierto, de la protesta a la espiritualidad. Y Nueva York concretizó muchas cosas, me compré mi primera cámara fotográfica, vi Cats, conocí museos y calles, y tantos íconos que entonces cobraban mucho sentido.

Pero hoy vuelvo en otro momento. Expectativas, pero de otra naturaleza. Serán doce meses viviendo en la ciudad, un año sabático, tiempo ideal para mirarse en el espejo, dejar que el pasado haga lo suyo, y que nuevas luces iluminen el futuro. Tiempo para recogerse. Será un tiempo de observación intensa, de escritura cotidiana, de reflexión sostenida, de lecturas permanentes. Dicen que los mayas cuentan sus años vividos cada dos décadas acumuladas; así, en este viaje en el que ya tengo más de cuarenta, estoy en el tercer período de mi vida, con anhelos renovados y la mirada puesta en múltiples direcciones.

Llega el día del aeropuerto. Iré yo solo sin la familia por unos días, tengo una misión: conseguir departamento para que unas semanas más adelante todos tengamos dónde llegar. Compré el pasaje con saludable distancia respecto del día del vuelo. Escogí el más barato, pero al querer emitir el pase de abordaje me di cuenta que no leí la famosa letra chica. Por las condiciones de la compra, sólo tengo derecho a equipaje de mano, por cada maleta extra tendré que pagar 25 dólares. Cuando estaba frente a la computadora intentando escoger un asiento, caí en cuenta que ya estaba asignado, el derecho de elegir o cambiar significaba 59 dólares. El vuelo durará cuatro horas y media hasta Charlotte, en el avión no me ofrecerán comida, me la venderán. En suma, todo indica que la billetera estará a la orden.

Como decía, tengo la difícil tarea de conseguir departamento en siete días. Traigo una lista que hizo mi esposa con los posibles lugares de vivienda. Varias alternativas: Harlem, Brooklyn, Bronx. Diferentes modalidades: amueblado, semi amueblado, vacío. Múltiples precios. Habrá que ver cómo consigo un espacio decente en un lugar que casi no conozco y en un tiempo tan limitado. Lo impresionante es que por el internet hemos tenido la posibilidad de ver barrios, calles, edificios, cuartos, cocinas y cantidad de informaciones que hacen que la ciudad no se me haga especialmente ajena. Entre medio, tengo que dar una conferencia sobre la diversidad religiosa en México.

Cuando llego a Charlotte, entiendo la lógica alimenticia del viaje. Si bien el avión no ofrece comida, en el aeropuerto abundan los locales de todo tipo y precio. Hasta ahí los olores pasan relativamente desapercibidos, pero al interior de la cabina –ahora rumbo a La Guardia, en Nueva York– todo se concentra. Alguien come pizza, otro hamburguesa, uno más saca de una bolsa blanca de plástico una ensalada que la prepara con vinagreta. Las fragancias se mezclan y hacen lo suyo con los poco previsores como yo que no compramos nada. La homogeneidad del consumo está en el café: todos lo compraron en Starbucks. Mientras estoy sentado empiezan a pasar los otros pasajeros. La diversidad es asombrosa; asiáticos, europeos, estadounidenses, árabes, negros, y por supuesto latinos. No me cabe duda, si hay un país multicultural, es Estados Unidos.

La travesía de la búsqueda de departamento fue una épica batalla contra el tiempo y las circunstancias adversas. Probé todos los caminos: llamar a los teléfonos que salían en la página web de Craiglist –moderna forma de venta donde se encuentra desde casas hasta patinetas–, preguntar a los amigos, salir a caminar buscando letreros de renta, mirar en el periódico, poner anuncio en Facebook, etc. Descubrí la historia de los brockers –que en realidad son intermediarios entre el dueño y el cliente– quienes ganan una fortuna por su trabajo. De algo sirvió haberme contactado con uno de ellos, pues me acompañó a pasear por una serie de departamentos en lugares a los cuales nunca hubiera llegado solo.

En el camino me contó algunas cosas interesantes: dijo que en esta ciudad más del 70% de la gente vive en casa rentada, por lo que el mercado inmobiliario es tremendamente dinámico; ante mi pregunta sobre cómo y por qué él hacía este trabajo, me dijo que estudió durante cuatro años diseño y artes, pero como no tenía beca y la universidad es carísima, tuvo que endeudarse, por lo que las próximas décadas estará pagando sus estudios trabajando en algo para lo cual no estudió, pero que le genere lo suficiente para salir de su deuda. El modelito de enseñanza se me hace conocido, lo he escuchado en múltiples voces siempre neoliberales –por eso defiendo tercamente la universidad pública y gratuita–.

Pero por más interesante que sea la charla, su mediación para el alquiler subía mi presupuesto a los cielos. Fui a la Universidad a buscar ayuda sin mucho éxito, continué preguntando a los amigos, seguí caminando calles neoyorkinas fijándome en todo cartel que parecía decir algo sobre la renta, pero nada. Al borde de la desesperación, unas horas antes de que saliera mi vuelo de vuelta con las manos vacías, apareció en el internet alguien que por desplazamiento sabático rentaba su departamento cerca del metro y de la Universidad de Columbia; lo daba amoblado. Ideal para mis necesidades.

Lo contacté inmediatamente, resultó ser un antropólogo progresista que conocía México y que incluso había estado en Nicaragua en los años de la Revolución Sandinista (varios afiches colgados en sus paredes lo delataban). El trato fue directo, sin intermediarios, con una sensación de haber encontrado no solo un lugar donde vivir sino alguien afín en esta ciudad de millones de personas diferentes. Fue como meter gol en el último minuto del partido. Sí, cosas del destino.

Lo extraño fue la confianza con la cual sellamos el trato: lo visité en su departamento, charlamos alrededor de 15 minutos, le di un depósito de 2.400 dólares en efectivo. Le entregué un par de cartas profesionales mías (fotocopia de mi constancia de trabajo e ingresos, mi invitación en Columbia y mi pasaporte), él me firmó un recibo en una hoja de cuaderno y le tomé foto a su licencia de conducir vencida. Todo el intercambio fue con base en la palabra, la suya y la mía. Completamente distinta la relación con mi casero en México que me pidió un garante, varias referencias profesionales y personales y firmamos un contrato en una oficina de abogados.

Ya me habían dicho que buena parte de las relaciones en Nueva York reposan en lo verbal y la confianza y no en la papelería firmada, herencia colonial latinoamericana. Ya tengo departamento, podemos iniciar esta aventura del año sabático.

Publicado originalmente en «Un sociólogo vagabundo en Nueva York», 2015.

En la pesera

Diariamente tomo una pesera -que se escribe con “s” porque al principio el viaje costaba un peso- en el recorrido de mi casa en Coyoacán a la Ciudad Universitaria en México. En el camino, mato el tiempo entre la lectura del periódico y la observación del comportamiento de los demás; finalmente, sigo siendo sociólogo (y recuerdo a Marc Augé cuando escribía Un etnólogo en el metro).
Tres escenas me atrapan:

  • Una mujer sentada a mi lado saca de su cartera una pequeña bolsa de cosméticos. Los abre cuidadosamente y empieza la sesión de decorado. Como sucede en estos casos, va paso a paso, utilizando con especial maestría cada uno de los instrumentos y dominando el movimiento del agitado transporte. Todo con el objetivo de embellecerse, resultado claramente conseguido al llegar a su destino.
  • Un joven muy bien acomodado en dos asientos, saca de su mochila un cortaúñas y procede, también controlando el tambaleo de la pesera, a recortarse cada uña (por suerte de las manos solamente). El sonido que acompaña a este natural acto se escucha muy a pesar de la música impuesta por el conductor.
  • Un oficinista, vestido con traje y corbata, contesta su bullicioso celular y nos invita a todos a participar de lo que podría ser una reunión de trabajo. Hablando fuerte da órdenes con respecto a su proyecto, estrategias, actividades para el día, etc.

Ninguno de los comportamientos me molesta particularmente, los observo con curiosidad científica, pero me pregunto hace cuánto que el espacio público se ha convertido en un lugar para hacer cosas que estaban reservadas a la privacidad. Y me preocupa pensar hasta dónde llegaremos. ¿Cuál el límite para compartir con los demás en esos lugares? ¿Será que la urbanidad nos ha convertido en seres brutalmente anónimos que ya no tenemos sentido del ridículo? Vaya a saber.

Publicado originalmente en «Hacer sociología sin darse cuenta» (2018).

París, un pueblo bicicletero

Pocas noticias positivas leemos en estos tiempos. Va una de ellas. Luego de un largo encierro de 55 días, unas semanas atrás París empezó a retomar su alegría. Teniendo en cuenta que el contagio del Covid es más fácil en espacios cerrados, la alcaldesa Anne Hidalgo decidió dar un impulso mayor al uso de la bicicleta como medio de transporte masivo.

No es nuevo, desde que asumió las riendas de la ciudad el 2014, una de sus intenciones fue cambiar el principio del desplazamiento urbano. La idea era que para movilizarse cotidianamente no se debía invertir más de 20 minutos. La bicicleta estuvo en el centro de esa propuesta.

Se implementó una serie de ciclovías y se creó un sistema de renta de bicis muy amplio que permitía llegar a destino sin mucho inconveniente. Surgieron dudas, desde quienes reivindican el coche como el medio más cómodo, hasta los que consideran que en bici se pierde la elegancia o simplemente no es útil en el invierno. Pero el programa siguió con éxito.

Luego de lo peor del confinamiento, los primeros días de la reapertura de la vida pública, Hidalgo relanzó su ambicioso programa para desplazarse pedaleando. Improvisó calles, habilitó rutas nuevas, impulsó talleres y centros de reparación. El impacto fue notable, se dice que el uso de bicis creció un 30%, y en las tiendas desaparecieron rápidamente: se vendieron como pan caliente.

Actualmente hay bulevares enteros dedicados sólo a la bicicleta, en las ciclovías hay centenas de ciclistas y es común encontrarse con filas en los semáforos -exclusivos, claro- antes de que se pongan en verde.

La llegada de la bicicleta como transporte cotidiano en la ciudad ha sido un largo proceso. Hay muchas historias que cuentan cómo la tarea no fue fácil, los pioneros tuvieron que lidiar con una serie de dificultades que iban desde la intolerancia de los conductores de autos, hasta la falta de rutas adecuadas. Pero poco a poco la bici fue pasando de ser un objeto de diversión y paseo, a un medio de desplazamiento rápido, eficaz, saludable y no contaminante. El proceso fue de la mano del ascenso de la conciencia ecológica que se expresa en lo político, lo económico y lo social de distintas maneras.

La experiencia parisina deja muchas enseñanzas. No faltan quienes argumentarán que la particularidad de las ciudades impide su uso: que en La Paz hay muchas subidas, que la Ciudad de México es demasiado grande y la gente conduce muy mal. Por mi parte no tengo duda que, con imaginación y voluntad, todos los inconvenientes bien podrían ser salvados. En estos tiempos tenebrosos donde hay que buscar salidas por todo lado, la bicicleta parece otorgar una de las mejores opciones.

Anne Hidalgo repite en sus participaciones públicas que lo que ella hace es escuchar y canalizar la voluntad de los parisinos. Bello momento, la ciudad luz ahora es ciclista.

Publicado en El Deber el 28 de julio del 2020.